LA VOCACIÓN DE RAFAEL MARTOS

Cuando entro en un concierto de Raphael tengo la sensación de que me han dado antes una de esas gafas para ver películas tridimensionales. Raphael es un cantante que traspasa la batería, que te alcanza hasta tu butaca por muy lejos que quede del escenario; y produce el efecto óptico de la cercanía más asombrosa y la proximidad más sobrecogedora. Raphael no es sólo un artista de relieve, sino con relieve. Es un artista en alta definición. Por hablar en términos de última hora, está hecho en Blu-ray.

Lo he visto en el auditorio de Fibes. Una vez más, Raphael a lo largo y ancho de mi vida. Una vez más, desde aquella primera de comienzos de los setenta del siglo pasado en los Festivales de España, en la glorieta Aníbal González del parque. Y en Madrid, conmemorando en el teatro Monumental su veinte aniversario. Y en Antequera, por su feria agosteña. Y en Sevilla en el cine de Los Remedios. Y varios en el Imperial de la calle Sierpes. Y otra vez en Madrid, con Jekyll y Mr. Hyde. Hasta en Coria del Río. Demasiadas veces para ser un artista al que no tragaba. ¿Quién iba a decirme que acabaría carteándome con él? Cartas de Raphael desde su mansión de Montepríncipe o desde su alto castillo en Biarritz.

Se rindieron mis críticas adversas cuando le vi en directo, en persona se decía antes. Descubrí que no había un artista en todo el mundo que hiciera aquello; aquello en concreto que hace Raphael, un mundo aparte, un estilo propio e incomparable, aunque yo sepa donde hunde sus más básicas inspiraciones, que ha sabido adaptar desde sus maestros -todos los tenemos- a una personalidad propia inconfundible. La televisión no le hace justicia. Raphael no cabe en ella. Es como ver dar una lismona de céntimos a quien realmente es pródigo con su capital entero. Él es la desmedida, el puro exceso, la generosidad sin reservas. Se queda sin nada frente al público. Raphael no sólo canta: hace streep tease, desnudos integrales. Raphael es la exhibición del alma sin el más mínimo pudor. Interpreta sin prejuicios. No esconde nada, no tiene trucos, es una radiografía al trasluz. Y avanza por sus conciertos haciéndolos discurrir por la hábil estrategia de los altibajos anímicos: ahora canta “Mi gran noche” y “Maravilloso corazón maravilloso”, pero le siguen “En carne viva” y “Payaso”; y de nuevo a la carga con “Estar enamorado” y “Como yo te amo”… así hasta el final. A Raphael le sube y le baja la moral varias veces a lo largo de su concierto. Él se queda igual y el público agotado de emociones, yendo y viniendo constantemente de la felicidad a la desgracia y de la desgracia a la felicidad.

Pero contar a estas alturas lo que Raphael hace en escena, queda relegado a pura anécdota de su éxito ininterrumpido de más de cincuenta años. El valor de Raphael está ya, independientemente de afrontar con cerca de sententa años el reto de sus extenuantes conciertos, en la vocación demostrada hasta con pruebas de fuego como su trasplante de hígado.

Sentir una vocación desde niño, ya es una suerte; pero llegar a realizarla siendo un hombre, eso es una especie de milagro. Raphael está entre los pocos afortunados de este mundo que lo han hecho posible.

La mayoría de los seres humanos no logramos eso en la vida. Nuestra ocupación profesional consiste, las más de las veces, en un mero recurso para ganarnos un sueldo. La mayoría no vivimos de lo que amamos; aunque debiéramos terminar amando aquello de lo que vivimos. La desgana es uno de los problemas eternos que ha de resolver este mundo. Procuro enseñar a mis hijas que pongan siempre mucha pasión en todo lo que hagan. Y que su padre la pondría incluso si tuviera que barrer las calles. Llegado el caso, intentaría ser el mejor barrendero. Además, no son pocas las veces en las que una verdadera vocación se puede llevar a cabo gracias a un suelo firme desde el que apoyar nuestros pies para dar el salto hacia los sueños. Eso que siempre se ha llamado tener seguro el plato de garbanzos, ha sido en no pocos casos la mejor baza para sostener nuestra auténtica vocación. Médicos que escriben novelas, funcionarios que pintan, abogados que cantan…

Hay una enseñanza en Raphael más allá de que sea un cantante que te guste o no: es la que se aprende observando lo que puede ser capaz de hacer una persona con vocación.

Hay en Raphael una drogadicción llamada escenario, una dependencia sin la cual, hasta ahora al menos, no ha sabido vivir. Una ilusión desbordada por aparecer ante el público como un principiante, como si en cada actuación se jugara la posibilidad de la siguiente. Es carne y espíritu más auténtico del mundo del espectáculo: con su gestualidad imitada, su incesante dinámica interpretativa, su capacidad mímica, resaltada por el eterno atuendo negro, como un uniforme invariable. No cabe duda de que la vocación de Rafael Martos Sánchez fue siempre ser Raphael.

-sevillapress.com/noticia (José María Fuertes) / Link