«Lo de ser el primero ha sido siempre algo natural en mí. Algo que me venía dado. La excelencia -lo digo sin soberbia, porque todavía, ya menos, es algo que no deja de extrañarme-, es un don. No hay otro mérito que el de haber sido obsequiado con ella. Como si no pudiera ser de otra manera. Pondré un ejemplo. Uno de muchos.
Lo de Salzburgo, ocurrido en mi infancia (más adelante haré referencia a lo poco que puedo contar sobre el tema). Al volver de Salzburgo yo tenía que haber sido un niño repelente. ¡Llevaba todos los números de la rifa! Un mocoso y convertido en ‘la mejor voz de Europa’ por decisión de un jurado de expertos. En el fin del mundo, en lo que a nosotros -niños de barrio de Alvarado- concernía. Compitiendo con chicos de tantos países, como los Niños Cantores de Viena y el Orfeón Infantil Mejicano. Otro niño cualquiera hubiera hecho de aquel premio un mundo. Y hubiera vuelto ‘del extranjero’ convertido en un ser insoportable. En ‘la mejor voz de Europa’. ¡Toma ya!
¡Menuda munición en manos de un niño repelente!¡ ¡Con lo lejos que caía entonces Europa, que casi nadie salía de su barrio!
Pero yo volví como si no me hubiera ido, o como si me hubiera marchado a la vuelta de la esquina. Ni le di importancia al viaje, ni le di importancia al ‘premio europeo’. Pero no por vanidad -algo que yo desconocía- si mucho menos por falsa humildad. Era simplemente algo natural.»