Una estrella llamada Raphael
Se ha escrito que Raphael, probablemente la gran estrella española de la música pop, si es que se le puede calificar de pop, de la canción melódica, aunque me temo que la fuerza de sus interpretaciones le lleva más allá de esa calificación (escuchen su potente versión de Adoro y ya me dirán), nuestro crooner/chansonnier patrio por excelencia, a sus 71 años está viviendo una segunda juventud musical plasmada en el arranque de su nueva y maratoniana gira que se ha iniciado en España, después le llevará a Hispanoamérica, a EEUU y, si el cierre a la importación no lo impide, a la mismísima Rusia.
Nuestra estrella musical por antonomasia ya no es sólo el cantante de unas fans que han ido añadiendo años a la cuenta de la vida a su compás, sino que está consiguiendo algo tan difícil como romper las barreras generacionales. Cuando muy pocos se atreven a versionear, en su línea musical, alguna de sus canciones (el resultado suele ser lamentable porque sus creaciones, pese a todo, resultan inimitables y las voces no resisten comparación alguna) son artistas jóvenes, algunos independientes, los que reivindican a nuestro particular divo musical con reinterpretaciones a su estilo como han hecho Vega (grande cantando Mi gran noche), Elefantes, Alaska, Niños Mutantes o Miss Caffeina. Toda una generación, libre de prejuicios, ha redescubierto a Raphael y este ha revisado en su gira anterior y en la presente el repertorio que le encumbró. Porque más allá de ser aquel cantante que tanto sufría en sus letras de amor, también existe otro Raphael juvenil de canciones desenfadas y vitalistas (impagables Estuve enamorado de ti, A pesar de todo o Todas las chicas me gustan) como la España del desarrollo que en los años sesenta aparecía en el mundo para decir: “Oiga que yo estoy aquí”.
Raphael es Raphael sobre las tablas de un escenario, en directo. Ya he perdido la cuenta de las veces que he acudido a uno de sus conciertos en los últimos veinte años, el último hace unos días en San Javier (Murcia), después de su apabullante éxito en el festival indie de Sonorama, aunque, como casi todos los de mi generación, le recordemos de cuando éramos niños cantando por Navidad su célebre Tamborilero. Ahora sus conciertos son una mezcla variopinta, pese al precio de las entradas -el alto IVA cultural está haciendo mucho más daño a la música que la piratería-, de seguidores donde te puedes encontrar a veinteañeras que cantan a dúo con el cantante canciones tan bellas como Cierro mis ojos o Cuando tú no estás, probablemente porque echan de menos en la música actual ese tipo de composiciones; que cantan a pleno pulmón Mi gran noche o que también entonan como himnos -algo que han remarcado los nuevos arreglos- Qué sabe nadie o En carne viva.
El secreto de por qué engancha Raphael es simple: no vas a escuchar a un cantante. Él es, ante todo y sobre todo, un intérprete, un actor de la canción en el que se hace moderno todo el influjo de las grandes cantantes de la copla hispana, desde Juanita Reina a Marifé de Triana, capaces de interpretar una vida o una historia en cuatro minutos. Su show es eso: la salida a escena de un artista que está casi tres horas solo en un escenario. Cuando los cantantes llegan a cierta edad, cuando la garganta no responde como antes, además de la técnica y de las tablas, recurren a la orquestación, a los coros que les cubren, a los artificios… Raphael, sin embargo, es solo una voz que se impone a un cuadro de soberbios músicos, porque seguir a alguien que coloca la letra cuando quiere, sometiendo el ritmo del compás al ritmo de la interpretación, un poco al estilo de Sinatra, requiere grandes acompañantes. En cada actuación, pese a conservar una increíble potencia en la voz, Raphael se la juega, el espectador asiste a un endiablado tour de force, entre el artista y sus éxitos, porque sus canciones requieren un tremendo esfuerzo vocal y cuando, como le pasa a los grandes, como le pasa ahora a los Rolling Stones, en algún momento se quiebra se recupera para dar un salto mortal aún más difícil. Resulta curioso ver cómo consigue levantar los aplausos y gritos con sus desplantes, con esos finales en los que exhibe la potencia de su voz como Elvis movía sus caderas. Y eso es lo que cautiva.
Raphael ha conseguido lo más difícil, ser el artista imperecedero por el que no pasa el tiempo. No es el ajado cantante que se sube al escenario para cantar sus viejos éxitos, para entonar sus himnos generacionales a sus seguidores de siempre; sigue grabando, pese a la dictadura de las compañías discográficas frente a las que ahora -algún productor se debe estar tirando de los pelos por su deseo de jubilarle- actúa con absoluta independencia y sus discos se venden como rosquillas por plataformas como itunes (número tres en ventas al ponerse para la reserva con dos meses de antelación a su salida).
Además, Raphael es un artista de vida privada intachable; con una familia que no se ha roto -como las de casi todos los cantantes-, que está al margen de la basura que provoca la vida de la farándula, que vive en España y que paga sus impuestos en nuestro país. Ha triunfado cantando en español y tiene la virtud de caer bien. En alguna ocasión, al principio de su carrera, cuando se convirtió en estrella internacional en poco menos de dos años tras fichar para Barclay, se planteó la posibilidad de cantar en inglés, pero su planteamiento fue: “Si los Beatles triunfan cantando en inglés porque no voy a triunfar yo haciéndolo en español” (nota que deberían tomar los productores de los muchos programas buscadores de estrellas en los que se empeñan en que los aspirantes canten de forma continua en inglés para un público que después va a ser básicamente español). Pero es también un pedacito de la historia reciente. Fue estrella internacional del Beirut reluciente de los sesenta, destrozado hoy por las estúpidas y suicidas jugadas geoestratégicas. El cantante cuya biografía pulveriza el mito de la España aislada que hasta triunfo en la URSS cuando el comunismo estaba en todo su esplendor e hizo que los rusos -más bien las rusas- comenzaran a estudiar español para entender las letras de sus canciones. El cantante de la España del desarrollo que despertaba enormes envidias cuando le invitaban a aquellos festivales de Navidad que organizaba la mujer de Franco en los que se daban puñetazos por actuar los que luego preferían borrar aquello de sus biografías para acabar pareciendo que el único que actuaba era Raphael. El cantante que sufrió, pese a ser una estrella, vetos increíbles. El que en España asentó la idea del concierto de música pop. El artista que ha llenado los grandes templos de la música mundial. Y, sobre todo, la banda sonora de millones de españoles que prácticamente lo consideran de la familia. Porque ¿quién no tenía un disco de Raphael en casa?
Raphael es hoy nuestro particular Mick Jagger pero también nuestro Stallone que sigue en las taquillas como si estuviéramos en los ochenta demostrando a los que han hecho de la juventud única edad con visibilidad estética que se han equivocado. Raphael es la demostración palpable, cuando casi todos se han prácticamente jubilado, de que los viejos rockeros nunca mueren… Todo eso y mucho más es esta estrella que, como el mismo entona, sigue siendo aquel.
–LAESTANTERIA, por Francisco Torres / Foto: Jacobo Revenga